Capítulo 3: La Puerta

 Elian se quedó inmóvil. Su nombre.


Alguien —o algo— lo había escrito en la madera con garras o cuchillos, como si lo hubieran estado esperando.


¿Cómo era posible?


El bosque estaba desierto. No había huellas, no había rastros de vida. Solo él… y esa puerta imposible, en medio de la nada.


Elian tragó saliva. No es real. Tenía que ser una alucinación, un truco de la mente. Pero el frío que sintió cuando alzó la mano para tocar la madera era real. Demasiado real.


Golpeó la puerta con los nudillos. Nada.


Golpeó otra vez.


El sonido retumbó en el aire como si detrás hubiera un espacio hueco, profundo. Como si no fuera solo un pedazo de madera en medio del bosque, sino una entrada a algún otro lugar.


La lógica le decía que debía alejarse. Pero algo dentro de él lo impulsaba a cruzar.


Inspiró hondo y, con un temblor en las manos, giró el pomo.


La puerta se abrió sola.


Una corriente de aire helado salió de su interior, y con ella… un olor. Un perfume dulce, familiar.


Elian se quedó sin aliento.


Era el perfume de su madre.


Su corazón latió con fuerza. Si había una sola posibilidad de que Isabel estuviera del otro lado, no podía desperdiciarla.


Dio un paso adelante.


Y la oscuridad se lo tragó por completo.




Elian sintió que caía. No había suelo, no había nada. Solo el vacío y un viento frío que le rasgaba la piel.


El vértigo lo paralizó. Gritó, pero su voz no hizo eco.


El tiempo no existía allí. No sabía si caía por segundos o por horas.


Y de repente…


Impactó contra algo sólido.


El golpe lo dejó sin aire. Tosió, sintió su cuerpo dolorido. Pero estaba vivo.


Se puso de pie con dificultad. Miró a su alrededor, pero no pudo ver nada. La negrura era absoluta.


Hasta que, poco a poco, se encendieron luces.


Lámparas antiguas, colgadas de una pared de piedra. Estaba en un pasillo estrecho, subterráneo, frío.


No estaba solo.


Elian sintió un escalofrío cuando distinguió figuras a su alrededor. Sombras humanas. Inmóviles, pegadas a las paredes, con los rostros ocultos en la oscuridad.


Eran estatuas. O algo parecido.


Tenían formas de personas, pero sus cuerpos eran extraños, alargados, deformes. Sus manos… demasiado grandes. Sus cabezas, inclinadas en ángulos imposibles.


Elian sintió náuseas. No quería mirarlas más.


Dio un paso adelante y el eco de sus pisadas retumbó en el pasillo.


Algo más sonó.


Un crujido.


Elian se detuvo en seco.


Una de las figuras se había movido.


No pudo respirar. No, no era posible.


Se giró lentamente, con el corazón en la boca.


Las sombras seguían en su lugar. Pero una de ellas… ahora tenía la cabeza vuelta hacia él.


Los latidos en su pecho eran un tambor furioso.


Otro crujido.


Elian no esperó más. Corrió.


Corrió sin mirar atrás, sin saber adónde iba. El pasillo parecía alargarse infinitamente. Pero entonces, vio algo al final.


Otra puerta.


Con el corazón golpeándole las costillas, alargó la mano y la empujó con fuerza.


La puerta se abrió de golpe, y Elian salió disparado al otro lado.


El bosque había desaparecido.


Ahora estaba en otro lugar.


Un pueblo.


Oscuro, silencioso. Completamente abandonado.


Y justo en el centro, una casa de piedra. La casa de su madre.


La casa donde ella creció.


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