Capítulo 4: La Casa de Isabel

 Elian se quedó quieto, mirando la casa de piedra al final de la calle vacía.


Era imposible.


Su madre le había contado sobre esa casa muchas veces. Decía que había crecido allí, en un pueblo pequeño del que nunca hablaba demasiado. Pero él nunca la había visto. Ni en fotos.


¿Dónde estaba?


Giró la cabeza, intentando reconocer el lugar. Las calles estaban vacías. No había autos, no había luces encendidas en ninguna ventana. Las puertas de las casas estaban cerradas, como si nadie hubiera vivido allí en años.


Elian tragó saliva.


El pueblo no era solo viejo. Era incorrecto.


Los edificios eran demasiado altos o demasiado estrechos. Algunos parecían inclinados hacia adelante, como si fueran a derrumbarse sobre él en cualquier momento. Las ventanas eran demasiado oscuras, como si el vidrio hubiera sido reemplazado por sombra pura.


Y el silencio…


El silencio era lo peor de todo.


No había viento. No había insectos. Ni siquiera el sonido de sus propios pasos.


Elian sintió un escalofrío. Algo en ese pueblo estaba mal.


Pero la casa de su madre estaba allí.


Y si ella había estado en ese lugar antes de desaparecer… tal vez ahí encontraría respuestas.


Tomó aire y comenzó a caminar.


Cada paso se sentía pesado, como si el suelo intentara retenerlo. Como si algo invisible lo observara.


Cuando llegó a la puerta, vio algo que lo dejó helado.


En la madera, justo debajo del picaporte, alguien había escrito con lo que parecía ser ceniza:


“NO TOQUES LA CAMPANA.”


Elian sintió un escalofrío recorrerle la espalda.


Levantó la vista. Junto a la puerta, colgaba una vieja campana de bronce.


Tenía una cuerda atada, lista para ser jalada.


Se humedeció los labios.


¿Quién había dejado esa advertencia? ¿Y por qué?


Elian no tenía intención de tocar la campana, pero ahora… no podía dejar de mirarla.


Su mano tembló cuando apoyó los dedos sobre el picaporte y empujó la puerta.


Se abrió con un crujido largo y lento.


El interior estaba oscuro.


Y en algún punto dentro de la casa, algo se movió.


Elian se congeló.


No estaba solo.


La casa olía a humedad y madera vieja. El aire estaba denso, como si nadie hubiera abierto una ventana en años.


Elian sacó su linterna y la encendió.


La luz iluminó una sala de estar cubierta de polvo. Muebles cubiertos con sábanas. Marcos de fotos antiguos colgados en las paredes.


Y en el centro del suelo, huellas en la capa de polvo.


Elian tragó saliva.


Alguien había estado ahí recientemente.


El sonido de algo arrastrándose llegó desde el piso de arriba.


Elian contuvo la respiración.


Un golpe.


Luego, otro.


Como pasos lentos, pesados.


Venían desde la escalera.


Su pulso se aceleró.


Sin pensarlo, dio un paso hacia atrás… y pisó algo.


Un crujido de vidrio roto resonó en el silencio.


Y entonces, los pasos se detuvieron.


Elian sintió un nudo en el estómago.


El silencio se hizo eterno.


Y de pronto…


La campana de la entrada sonó.


DING.


Elian se giró de golpe.


No la había tocado. Alguien más lo había hecho.


Y antes de que pudiera reaccionar, los pasos en la escalera volvieron a moverse.


Pero esta vez, corriendo hacia él.


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